martes, 4 de octubre de 2016

WYNDHAM LEWIS, UN ENEMIGO GENIAL

Julia Luzán
El País06/02/2010

Soy un esqueleto en el armario. Así, con tan gráfica metáfora, se definía Wyndham Lewis (1882- 1957), pintor, novelista, intelectual..., un hombre raro, muy raro, contradictorio, mezcla de león y lobo, como los héroes de las obras de Shakespeare, que hizo de su vida una obra de arte un tanto peculiar.



Lewis, "posiblemente la figura más controvertida del arte británico del siglo XX y una de las más distinguidas ausencias que cabe registrar en el canon del arte del siglo XX", según Manuel Fontán, director de exposiciones de la Fundación Juan March. Adepto confeso de Wyndham Lewis, Fontán habla con entusiasmo del artista ante una mesa plagada de primeras ediciones de sus libros y de Blast -"una enorme revista color magenta"-, que Lewis editó y que se publica ahora en facsímil, coincidiendo con la muestra.

Lewis fue, ante todo, un provocador, un lanzador de misiles en la puritana sociedad victoriana inglesa. Inventor, entre otras muchas cosas, del vorticismo, un estilo de pintura geométrica abstracta, concebido como reacción al movimiento futurista de los artistas italianos. Un hombre fascinante.

Atractivo, rico, de buena familia, Lewis lo tenía todo para alcanzar la cumbre de la fama, pero su temperamento le jugó alguna mala pasada. Olvidado en el trastero de la historia, este hombre nacido a bordo del yate de su padre, en Nueva Escocia, Canadá, estaba predestinado a ser un personaje de novela. Con poco menos de un año, abandonada la familia por el padre, regresa con su madre a Inglaterra. Acude a los mejores colegios, pero es un gandul. Con menos de veinte años, decide ver mundo. Recala en París, la meca del arte, donde sus ojos se abren al mundo artístico. Se deja el cabello largo -"antes de la guerra tenía una cantidad indecente de pelo en la cabeza. Tenía como para tres hombres juntos. Cuando llegó la posguerra, apenas me quedaba pelo para uno solo"-, con raya en medio, un bigotillo seductor y se fotografía con chalina y cigarrillo en la comisura de los labios. El mito que busca ser ya tiene imagen.

Viajó a Alemania, pasó por España y trabajó como copista en el Museo del Prado. De nuevo en Francia, descubre la Bretaña y es allí donde Lewis vive sus primeras experiencias con la escritura, The wild body (El cuerpo salvaje), un libro de cuentos de temática muy dura. En él Lewis reflejó su lado oscuro. "Soy artista -si es que eso es una credencial-. Soy novelista, pintor, escultor, filósofo, dibujante, crítico, político, periodista, ensayista, panfletista, todo en uno, como esos hombres del Renacimiento italiano", escribe en su autobiografía Estallidos y bombardeos (Impedimenta), una de las pocas obras traducida al español, junto con su novela Dobles fondos (Alfaguara, 2005).


Su primera novela, Tarr, se publica por entregas en 1918, en la revista literaria The Egoist, casi al mismo tiempo que Retrato del artista adolescente, de James Joyce, su colega de copas en París, uno de los que formaban parte de la "generación arrogante y orgullosa" de antes del estallido de la Gran Guerra que destrozó cuerpos y almas. Mujeriego, casi un depredador, sólo se casó una vez pero mantuvo relaciones con muchas mujeres. Una de ellas, Irish Barrie, con la que tuvo dos hijos. Directora del departamento de fotografía del Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA) durante veinte años, intentó echarle una mano cuando Lewis, durante la Segunda Guerra Mundial, viajó a Canadá huyendo de otra "orgía de sangre".

Siempre a la contra, Wyndham Lewis fue el azote de cuantos se cruzaron en su camino, ya fueran amigos o enemigos. Con los años cambió de aspecto y olvidada su buena cabellera ocultaba su cabeza, y casi su rostro, con un sombrero de ala ancha y se cubría con una larga capa negra que, a juzgar por las fotos de la época, le proporcionaba un aspecto como el personaje del anuncio del oporto Sandemans. "Él", afirma Fontán, "se hacía el estilismo como enemigo y como personaje".

Polemista y maldito, la obra de Lewis ha permanecido oculta durante años. En contadas ocasiones se han exhibido sus cuadros. En 1956, un año antes de su muerte, la Tate Britain le dedicó una antológica y unos aplausos que Lewis recibió medio ciego y en silla de ruedas. Otra en Canadá, dedicada a su estancia en aquel país, y una más en el Imperial War Museum de Londres. No ha habido una antológica de Lewis desde 1982, en Manchester.

En esta negación del artista han pesado durante años sus coqueteos con el nazismo y el antisemitismo. Wyndham Lewis publicó obras que anularon su trabajo como escritor. Traumatizado por sus años en la Primera Guerra Mundial, escribió, en marzo de 1931, un libro sobre Hitler en el que llamaba al dictador "hombre de paz". Poco importó que en 1939 se desdijera en The Hitler Cult, en el que desmenuzaba la crueldad del nazismo y lo criticaba con saña. Nunca le perdonaron aquel gran error impreso. No le sirvió de nada desdecirse y posiblemente por eso mantuvo hasta el final de su vida su pose de enemigo, de tipo duro, de raro.

"Contradícete. Para poder vivir, debes permanecer dividido", la cita del filósofo Nietzsche, Lewis la siguió a pies juntillas. Desagradable, tosco, huraño, y a la vez divertido y educado. Se cubrió con la coraza del humor negro porque la Primera Guerra Mundial dejó una llaga incurable en su cabeza. Le perdió su mal carácter, su misoginia -aunque en el manifiesto del vorticismo incluyera a tres mujeres artistas- y sus peleas a muerte con el grupo de Bloomsbury, capitaneado por la escritora Virginia Woolf y Clive Bell. Bloomsbury fue para Lewis el arte por el arte, ser como los "monos de Dios", aquellos que imitan a los que crean.

Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial quiso huir de "otra orgía de sangre". Viajó a Estados Unidos pero las cosas no le fueron bien y Lewis y su mujer recalaron en Canadá, viviendo en hoteles de mala muerte, hasta que, del último, salieron chamuscados: el hotel donde se alojaban ardió por los cuatro costados.



Yolanda Morató (Huelva, 1976), profesora de Filología en la Universidad de Sevilla, traductora de Estallidos y bombardeos, asesora de la exposición en la Fundación March y especialista en la obra del artista, asegura que "la estatura de un autor como Lewis ha quedado ensombrecida por distintas razones a lo largo de su vida, pero también después de ella, convirtiéndose en uno de los escritores menos reconocidos y más criticados de lo que conocemos como Modernismo anglosajón". Lewis se ganó a pulso la leyenda de "el Enemigo", y fue presa fácil para lo que Morató define como carniceros: "Un historiador que lea con las gafas de la ideología es como un cirujano en una carnicería". Provocador, fustigó el conformismo de la Inglaterra victoriana, de la masa. "Criticó la mediocridad de quienes se dejan guiar por otros sin cuestionarse nada. Su fascismo fue consecuencia de evitar una nueva guerra". El miedo a dejar hablar a las armas es el mismo, en opinión de Yolanda Morató, que el de un pacifista reconocido, como el filósofo Bertrand Russell.

La pelea de Morató, una lewisiana convencida, ha sido dura: "Durante los más de diez años que he dedicado a leer los más de cuarenta libros de Lewis, me he encontrado con verdaderos escollos para encontrar alguno de ellos. Los he perseguido en subastas, librerías de viejo y bibliotecas donde el registro revelaba que desde los años setenta nadie había pedido en préstamo ninguna de sus obras".

En 1945, Lewis regresó a Inglaterra. Una enfermedad venérea le estaba dejando ciego. Pero todavía era capaz de ver el futuro. Apostó por artistas como Henry Moore o Francis Bacon

... Fue un visionario y adelantó el papel de los medios de comunicación como la clave de la globalización. "La Tierra ha dejado de ser un romántico mosaico de lugares para convertirse en un único lugar".

El Lewis pintor captó con toda su crudeza lo que fue la primera confrontación mundial, una guerra de trincheras, batallas de insectos metidos en agujeros reptando por el suelo. Lewis pasó dos años tras una batería. Estuvo a punto de morir varias veces y vio cómo caían a su lado el filósofo inglés Thomas E. Hulme y el pintor Gaudier-Brzeska. Descubrió la guerra como arte, inspirada por el Dios del deporte y la sangre.

domingo, 2 de octubre de 2016

CULTURA DE CIENCIA FICCIÓN

Jose Valenzuela Ruiz
CCCBLAB, 28/07/2015

La ciencia ficción nos permite emocionarnos con historias extraordinarias a la vez que aprendemos ciencia de forma amena. Obras como Blade Runner, Fundación, Interstellar o Solaris han empujado a muchas personas a salir del universo narrado para seguir investigando por su cuenta sobre ámbitos tan dispares como la física, la robótica o la neurociencia. Si las instituciones culturales son capaces de adaptarse para responder a esas necesidades y complementan ese aprendizaje a través de distintos formatos narrativos seremos capaces de conseguir una educación sin barreras que se extenderá desde el sillón de casa hasta los museos o las bibliotecas.

Anuncio de “Robert the Robot” de la Ideal Toy Corporation. Fuente: Flickr

Mi yaya preguntándome sobre agujeros negros. Quién me hubiera dicho antes de la aparición de Interstellar que presenciaría tal escena costumbrista. Porque si el estreno de la película fue un verdadero fenómeno cinematográfico de la ciencia ficción que muchos sitúan al nivel de 2001, Odisea en el espacio, no se quedan atrás los numerosos debates que ha propiciado sobre viajes en el tiempo o los dichosos agujeros negros. Solo por conseguir acercar expertos en física teórica o astronomía al resto de los mortales ya tendríamos que crear (y otorgarle automáticamente) el Oscar a la Película de mayor interés divulgativo. Vean si no los diálogos que han tenido lugar sobre el grado de rigor de la película, los visionados en museos como el National Air and Space Museum o el libro que ha publicado el asesor científico de Nolan en la película, Kip Thorne. Y a Neil deGrasse Tyson, claro. Siempre Neil.

El caso de mi abuela es solo un ejemplo de la cualidad que tienen estas obras para hacer atractiva la ciencia. Ya es hora de borrar de nuestras cabezas la idea de que la ciencia ficción es un género menor hecho por gente rarita para gente rarita. Sea por el respeto que se está ganando la ciencia en los últimos años o por la normalización de este tipo de relatos, lo cierto es que cada vez más gente disfruta de la ciencia ficción. En una época de sobreexposición de ficciones en todos los ámbitos de nuestra vida ―los libros, la televisión, el cine, la escena política―, nuestras mentes parecen estar cada vez más dispuestas a convivir con todas ellas y como si de combustible se tratara piden más y más. Ponernos en la piel de personas ―o seres, no hiramos sensibilidades extraterrestres― que viven a miles de kilómetros de distancia de nuestro planeta o tal vez hace (o dentro de) miles de años de nuestra época son situaciones que nunca podríamos vivir en nuestro día a día. ¿Quién no desearía disfrutar de semejantes aventuras sin correr riesgo alguno?

 Porque la ciencia ficción no deja de ser un tipo concreto de ficción, y las ficciones nos permiten justo eso: vivir las vidas de los personajes mientras dura la película, el libro, el cómic o la serie. Este efecto de traslado mental ―que poco a poco se va conociendo mejor gracias a estudios interdisciplinares que unen neurociencia y teoría de la ficción― está demostrando ser mucho más útil que el simple placer de sentarnos a disfrutar de nuestra obra favorita. Si en un simulador de vuelo aprendemos a llevar un avión sin tener que subir a uno real ―y por lo tanto, sin peligro―, podemos entender las ficciones como simuladores de otras vidas mediante las que aprendemos a desenvolvernos en sociedad (sí, han leído bien, leer acaba siendo una actividad social) sin correr los riesgos propios de estos entornos fantásticos.

Fotograma de The Day The Earth Stood Still. Fuente: Flickr

Pero es que, además de ese aprendizaje social, las ficciones siempre llevan consigo enseñanzas asociadas al universo que crean. Pregunten a un lector de Dickens si no es capaz de hablarles con cierto grado de conocimiento sobre la sociedad victoriana o a un seguidor de Tolstoi si no conoce algunas de las costumbres de la burguesía rusa durante sus copiosos banquetes. Las ficciones son en sí pequeñas clases de historia (o ingeniería, o botánica, o…) y además se presentan en formatos habitualmente más amenos que cualquier lección magistral. Así da gusto educarse.

También hay grandes riesgos en aprender a través de las ficciones, no nos engañemos. Estrenaron la película Lucy y el bulo de que solo utilizamos el 10% de nuestro cerebro renació cual ave fénix para quedar impreso en las mentes de muchísimos espectadores que ante semejante afirmación por parte del personaje interpretado por Morgan Freeman consideraron que oye, que lo ha dicho un actor que hace de científico y por lo tanto tiene que ser cierto. Será necesario formar un buen criterio en nuestros lectores y espectadores para identificar todas estas falacias, lo que es todo un reto para familias, escuelas, institutos y demás instituciones culturales.

Siguiendo la idea participativa de que el lector vive la historia que lee, ya existen propuestas que hacen más llevadera la historia a través de sistemas de realidad virtual o aumentada,permitiendo a los alumnos olvidar (por fin) las tediosas clases repletas de fechas y lugares que una vez realizado el examen son incapaces de recordar. Tal vez las tecnologías necesarias para este cambio de paradigma cultural aún estén acabando de desarrollarse, pero nuestras mentes esperan con impaciencia desde hace mucho tiempo. Muestra de ello son las innumerables carreras científicas que han nacido gracias a Isaac Asimov, Arthur C. Clarke o Philip K. Dick, aunque tampoco es necesario irse a los laboratorios para encontrar a seguidores acérrimos de la ciencia ficción. Hace pocos meses leía en Twitter con sumo interés airadas discusiones sobre los viajes temporales de la serie española El Ministerio del Tiempo. Y cómo son las cosas, personajes históricos como Velázquez o Lope de Vega se convirtieron en trending topic por aparecer en alguno de sus capítulos.


Ilustración de ‘Veinte mil leguas de viaje submarino‘ de Jules Verne. Fuente: Wikipedia

Es realmente estimulante pensar en las posibilidades de una narrativa transmedia que se extienda desde un libro o una película hasta los cómics o los videojuegos y que acabe en distintas instituciones culturales que den solución al hambre de conocimiento de jóvenes y adultos. Antes comentábamos el caso de Interstellar, pero hay propuestas mucho más cercanas al ámbito científico. Sin ir más lejos, la revista Twelve Tomorrows es una publicación de la MIT Technology Review en forma de antología donde distintos escritores de ciencia ficción escriben relatos partiendo de las tecnologías y los avances científicos que se han ido publicando en la revista durante el año. Imaginen el potencial divulgativo de este tipo de propuestas. Jóvenes (y no tan jóvenes) impulsados en su interés científico gracias a que han leído un relato o visto una película. Comprando el cómic que extiende parte del argumento para explicarnos cómo se construyó la nave espacial o el arma que salvará al mundo. Y acabando en un museo donde, gracias a la realidad aumentada, son capaces de tener delante al protagonista de la historia explicándoles los conceptos de física que permitieron a su nave viajar a miles de kilómetros de distancia de nuestro planeta. Súmenle realidades virtuales inmersivas que nos permitan movernos a discreción por otras épocas y lugares, y aderécenlo con películas interactivas que nos hagan ser protagonistas de misiones espaciales y viajes al interior del átomo. Lo tenemos a la vuelta de la esquina, así que vayan preparándose. Que no les suene luego a ciencia ficción.